En la isla de Chipre, vivía un escultor llamado Pigmalión. Era un hombre sensible, talentoso, y completamente entregado a su arte. Pero también era alguien desencantado del mundo real, sobre todo del amor. Según la leyenda, veía en las mujeres de su tiempo actitudes que lo alejaban del ideal que él tenía del amor y la belleza. Algunas versiones dicen que eran frívolas, superficiales, o simplemente que él no encontraba en ellas esa chispa divina que tanto anhelaba. Así que decidió alejarse del amor humano.
Pero su sensibilidad no desapareció. Se volcó a su escultura con una devoción casi espiritual. Y fue entonces cuando creó su obra maestra: una estatua de mujer tallada en marfil, tan perfecta, tan delicada, tan pura, que no podía dejar de mirarla. Le puso nombre: Galatea.
Y entonces sucedió algo extraño… Pigmalión comenzó a sentir amor por lo que había creado. No una simple admiración estética, sino un amor profundo, tierno, lleno de anhelo. La trataba como si estuviera viva: le hablaba, la acariciaba, la vestía, le ofrecía flores, joyas, besos. En su corazón, Galatea ya era real.
Pero también había tristeza en su amor, porque ella no podía corresponderle.
Entonces, durante la fiesta de Afrodita, diosa del amor y la belleza, Pigmalión fue al templo y, sin nombrarla directamente, pidió una esposa "igual a su estatua". No exigía que la estatua cobrara vida, pero su deseo más profundo estaba claro.
Afrodita, conmovida por la sinceridad de su súplica y la pureza de su amor, decidió concedérselo. Cuando Pigmalión volvió a casa y acarició los labios de Galatea, notó algo nuevo: estaban tibios. Sus mejillas tomaron color, sus ojos brillaron, sus dedos se movieron. La estatua había cobrado vida.
Galatea había nacido del amor, de la devoción, de la belleza idealizada. Y se enamoró de su creador. Se casaron y vivieron juntos, felices, incluso teniendo una hija llamada Pafos.