El mundo en el que vivimos es un mundo
postfotográfico, en donde la palabra no hace referencia a una condición técnica
de la fotografía en donde nuevos parámetros desplazarían a otros, sino a la “desintegración
de una cultura”, a la “transmutación de unos valores” (Fontcuberta, 2017).
Ya en la fotografía digital se había dado
una crisis de la verdad. Una fotografía construida por un mosaico de
píxeles es algo absolutamente manipulable. Y, si bien las imágenes han estado
desde su nacimiento acechadas por la posibilidad de falsificación, lo que
cambiaba era la facilidad de la mentira y cómo este hecho generaba una actitud
de escepticismo en los espectadores. Pero en la era postfotográfica “se ha producido
una segunda revolución digital, caracterizada esta vez por la preeminencia de
internet, las redes sociales y la telefonía móvil. Todas las facetas de la
vida, de las relaciones personales a la economía, de la comunicación a la
política, se han visto sacudidas por completo: el mundo se ha convertido en un
espacio dirigido por la instantaneidad, la globalización y la
desmaterialización” (Fontcuberta, 2017, p. 31).
Esta desmaterialización permite la
creación de mundos, poniendo en crisis el concepto de representación. La
desmaterialización a la que asistimos permite vivir directamente en la
representación. Y aún no hemos analizado las consecuencias que esto acarrea.
Como dicen Andrés Hispano y Félix
Pérez-Hita en la presentación del documental Soy cámara: una nueva vida de
segunda mano:
Internet y la
creación de experiencias virtuales están haciendo del mundo representado un
lugar finito e indoloro en el que pronto tendremos la opción de vivir,
satisfaciendo nuestras expectativas. Quizás no podamos llamar a esa experiencia
vivir, pero ese espacio, ni real ni soñado, está siendo construido día a día,
con fines políticos, económicos, militares y de evasión. Será una nueva vida de
segunda mano, sobre la que conviene ir reflexionando.
Fontcuberta, en su libro La furia
de las imágenes explica que la verdadera novedad estriba en que la especie
humana ha evolucionado a lo que él llama el Homo photographicus, término
que hace referencia al hecho de que no somos solamente consumidores de
imágenes, sino que, por primera vez, también somos sus productores
(acontecimiento que se hizo posible por la proliferación de teléfonos móviles
provistos de cámara). Este suceso hace que la acumulación de imágenes sea casi
infinita. “La imagen ya no es una mediación con el mundo sino una amalgama,
cuando no su materia prima” (Fontcuberta, 2017, p. 32)
Dentro de este exceso de imágenes
hay que tener en cuenta su conexión con la política y el poder. Podemos asistir
a una invasión de imágenes, creernos productores libres de ellas, pero este
mundo de imágenes nos transforma en consumidores porque ya no nos reconocemos
como ciudadanos. Hemos perdido la capacidad política de juntarnos ya que
nuestros mundos de imágenes se crean paralelos a otros. El espacio público
entra en desuso. Lo hemos hipotecado y con él nuestra capacidad de crear
juntos, dialécticamente, un mundo habitable. Además, el nivel de abstracción de
este mundo imagen, de este mundo de segunda mano, no deja de ser manipulado y
utilizado por toda estructura de poder. Tenemos que hacernos la pregunta que
Didi-Huberman pone de relieve sobre el trabajo de Harun Farocki: “(este)
formula incansablemente la misma pregunta terrible (…). La pregunta es la
siguiente: ¿por qué, de qué manera y cómo es que la producción de
imágenes participa de la destrucción de los seres humanos?”
(Farocki, 2013, p.28)
Si la producción de
imágenes participa de la destrucción de los seres humanos, es una
tarea de todo sujeto, pero también de la educación, de aquellos que nos
dedicamos a trabajar en ámbitos educativos, el preguntarnos cómo desarticular
esa producción de imágenes, cómo poner en crisis las estructuras de poder que
nos dominan.
Cuando hablamos en las instituciones de
formar alumnos críticos generalmente es poco claro qué significado le damos a
la palabra crítica, y cuáles serían los medios para facilitarla.
Esta diplomatura parte de la definición
que Michel Foucault hace de la crítica. Como, al mismo tiempo, establece al
arte como metodología que propicia la misma.
Partiendo entonces de lo que entenderemos
por crítica, afirmamos que necesitamos recuperar la noción que Michel
Foucault (2018) tiene de ella como “el movimiento por el cual el sujeto se
atribuye el derecho de interrogar a la verdad por sus efectos de poder, y al
poder por sus discursos de verdad; pues bien, la crítica será el arte de la
inservidumbre voluntaria, el de la indocilidad reflexiva” (p. 52). Esto no significa
otra cosa que la decisión, para Foucault, de no ser gobernados, “una
voluntad decisoria como actitud a la vez individual y colectiva de salir, como
decía Kant, de la minoría de edad” (p.73).
El arte moderno ha sido un
desestabilizador crítico de las estructuras, ya que con él comienza:
“la idea de que el
propio arte, trátese de la literatura, la pintura o la música, debe establecer
una relación con lo real que ya no es del orden de la ornamentación, del orden
de la imitación, sino del orden de la puesta al desnudo, el desenmascaramiento,
la depuración, la excavación, la reducción violenta a lo elemental de la
existencia” (Foucault, 2010, p.200).
Esta práctica del arte se pone de relieve
patentemente en el siglo XIX. Ya que el arte “se constituye como lugar de
irrupción de lo sumergido, el abajo, aquello que, en una cultura, no tiene
derecho o, al menos, posibilidad de expresión” (p. 201). Y en esa medida el
arte moderno tiene una función que podríamos calificar de contra-cultural. El
deseo de una vida otra (de otra forma de vida), se produce gracias a la
imagen como operadora de esa conversión (Didi-Huberman, 2018). Es entonces,
que hay que poner de relieve el papel del artista como operador de imágenes,
es decir, un artista que, mediante la imagen, dialectiza un discurso de poder
que sustenta una estructura de poder, para poner en crisis a la misma.
Teniendo en cuenta lo desarrollado tenemos
que preguntarnos qué papel cumple el arte en la educación, cómo se articulan
estos dos campos.
María Acaso (2017) nos dice que, esta
imbricación entre arte y educación se da de forma correcta, cuando comenzamos a
entender los proyectos sociales como proyectos artísticos y los artísticos como
sociales. En este sentido, que los educadores aprendan de las artes visuales,
es tan importante como que aquellos que se dedican a las artes visuales,
aprendan de la educación.
Lo que los educadores debemos aprender de
las artes es entender la práctica educativa como una producción cultural. Por
parte del arte, lo que el arte puede aprender de la educación es percibir que
el arte es motor de cambio social cuando se imbrica con la educación.
Lo
importante, dentro de un contexto de producción social y cultural, es que los
docentes sean mediadores críticos.
Es propósito de esta diplomatura es brindar las herramientas de análisis para
que los asistentes puedan ser, en la actualidad y en sus futuros trabajos,
mediadores críticos en las instituciones en las que hoy se desarrollan y en
las futuras.